sábado, 9 de diciembre de 2006

Totalitarismo moral

por Sebastián Hadida
(com. 50)

La soberbia es una formación social, no viene impresa en el mapa genético de la persona. La naturaleza sólo dicta al hombre necesidades universales de alimentación y reproducción, en tanto el resto se circunscribe a la matriz cultural. Por eso, no hay que soslayar la responsabilidad de aquel que absolutiza las formas inherentes a la propia cultura. En este sentido, la moral puesta al servicio del egocentrismo es totalitaria. Su arte estriba en motorizar y justificar procesos de avasallamiento de la otredad cultural.
Como decía el paleontólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin, “nosotros somos nuestro peor enemigo”, pero la actuación de la soberbia y el miedo a las identidades alternativas redunda en la figuración de la adversidad en el Otro, como si ésta no emanara de uno mismo. El corolario de esta falsa conciencia es el aumento de la conflictividad entre culturas.
El célebre teórico de la filósofía política Samuel Huntington plantea en su famoso ensayo “El choque de civilizaciones” que el reconocimiento de un “Otro enemigo” es condición fundamental para la construcción de la propia identidad (que se define negativamente). “Los enemigos son esenciales para los pueblos que están buscando su identidad y reinventando su etnia, pues sólo sabemos quiénes somos cuando sabemos quiénes no somos y, muchas veces, cuando sabemos contra quién estamos”.[1]
Las identidades culturales, arguye Leonardo Boff, uno de los fundadores de la Teología de la Liberación, no son estructuras cerradas, dadas una vez y para siempre (como pretende Huntington). Esa definición se adecuaría a sociedades aisladas, sin puntos de contacto entre sí, lo cual no resiste al menor análisis en un mundo cada vez más atravesado por las coordenadas de la globalización.
De tal suerte, las representaciones identitarias son el producto siempre inconcluso de procesos dialécticos de construcción de imaginarios colectivos. El hermetismo cultural que predica Huntington fomenta expresiones no sólo de ensimismamiento social sino también, y más todavía, de intolerancia cultural (¡lo cual no puede ser más patente siendo que el autor propugna la identificación de enemigos para deslindar la propia autenticidad, como si la responsabilidad sobre lo que somos y lo que queremos ser residiera afuera!).
En el cuento “La Casa de Asterión” de Borges, el Minotauro, que está exento de soberbia (de hecho recrimina a sus detractores que lo acusan como tal), no puede resolver las contradicciones de su unicidad, de su propio mundo representado, que oficia de prisión. Sin embargo, no responsabiliza al otro de su desdicha, no opera en él la soberbia.
El laberinto “sin cerraduras” en que Asterión se confina (pero no puede salir) no es sino su mundo interior, la representación imaginaria de la realidad que le toca vivir. Pero aunque este mundo le sea propio (“Quizá yo he creado las estrellas y el Sol y la enorme casa, pero ya no me acuerdo”), comprende su incapacidad para abrazar sus infinitas posibilidades, es decir, es fatalmente consciente de la intangibilidad de lo eterno.
La conciencia de la ininteligibilidad de lo universal es la fuente de sus angustias y de sus deseos de sustraerse a su realidad. “El Otro Asterión” es precisamente la representación que él convoca para abstraerse de la aflicción que le produce la conciencia de sus limitaciones. Pero esa descentración, ese “jugar a ser otro”, es una anestesia pero no la cura. El Minotauro lo sabe y es por eso que aguarda la llegada de su redentor, quien lo llevará a “un lugar con menos galerías y menos puertas”. Como decíamos, Asterión no se piensa superior (en todo caso único, como todos). El redentor, Teseo, es un simple hombre, pero, lo mismo, el Minotauro asume su indefensión y casi no ofrece resistencias.
Como vemos, el conflicto se desata en el interior de la propia cultura. Se trata de la lucha de Asterión consigo mismo. Él es su propio enemigo y en tal caso el plano de la moral desaparece, deja de ser un dato. Emerge con fuerza inusitada cuando el conflicto es de carácter intercultural, cuando se proyecta sobre el otro las formas impuras del ser y se proclama la universalidad de los propios valores.
El pensador Francis Fukuyama hace gala de este maniqueísmo universalista al decretar “el fin de la historia”, el cual comporta el cese de la evolución ideológica del mundo y la consagración del paradigma capitalista-liberal-democrático como orden superior y definitivo, más allá del cual no hay nada. Según el filósofo, en la sociedad post-histórica los conflictos internacionales se reducirán o desaparecerán.
La experiencia enseña la falacia de esta teoría de carácter apologético a partir del recrudecimiento en los últimos años de los conflictos y la proliferación de expresiones subalternas que dinamizan la negación de la superestructura hegemónica.
Más allá de la arrogancia moral que se manifiesta en el plano de de las ideas, la crisis sobreviene cuando se trasladan los dogmas absolutizantes al terreno de la praxis. Es decir, el conflicto intercultural ya instalado por la prepotencia moral se agudiza cuando se procura imponer a la fuerza los ideales propios (que legítimamente pueden ser considerados válidos para la propia sociedad) sobre sistemas sociales que comparten códigos de significación y modelos de desarrollo político-normativo diferentes.
En las películas “Dogville” y “Manderlay”, el director Lars Von Trier denuncia la intervención de una moral advenediza en el devenir de sociedades estructuradas con arreglo a lógicas normativas alternativas.
En “Dogville”, la protagonista Grace llega a un pueblo extraviado en algún confín de las Montañas Rocosas de Estados Unidos escapando de una banda de gángsters. En un principio, los habitantes, que no están familiarizados con el intercambio social más allá de las fronteras de su comunidad, se mostraron renuentes a aceptar a la fugitiva. Finalmente, resuelven mediante un plebiscito la incorporación de Grace a la comunidad gracias a la insistencia de Tom, suerte de interlocutor o vocero del pueblo. A cambio, la joven se compromete a cumplir servicios domésticos en cada hogar.
No obstante el inicial entendimiento, la convivencia se torna difícil para Grace cuando se difunde la noticia de que se ha puesto precio a su cabeza. Es entonces cuando los pobladores querrán cobrar el precio del riesgo que corren al esconderla y Grace se convertirá en objeto de constantes violaciones y todo tipo de humillaciones. La tensión irá in crescendo hasta que el padre de la chica llega a buscarla, acompañado por su séquito de gángsters.
En un superlativo final, Grace sostiene un duelo verbal con el padre, que la incita a cobrar venganza por mano propia. El mafioso pone a disposición de su hija el poder represivo de sus hombres, pero ella rechaza el ofrecimiento porque cree en la inocencia inherente a la condición humana. Luego él apunta que los hombres son como perros. Grace replica que “los perros no pueden elegir su naturaleza” y es necesario perdonarles. Pero el padre, persistente, tiene una carta guardada. Le dice a la joven que “a un perro se le pueden enseñar muchas cosas buenas, pero si se le excusa una y otra vez, sigue su instinto”.
Cuando Grace comienza a cuestionarse acerca de la responsabilidad de los lugareños, el gangster redobla la apuesta y la acusa de arrogante. Sostiene este juicio diciéndole a la hija que es una moralista tan irreprochable que no hay nadie que pueda competir con ella en probidad. Desde esa posición arrogada de superioridad –continúa el padre para el estupor de la chica-, se cree idónea para indultar a quienes no pueden discriminar entre el bien y el mal. A partir de estas palabras, ella llega a la conclusión de que si hubiera vivenciado las circunstancias de aquellos, habría obrado de la misma forma y, en ese caso, lo más justo hubiera sido que alguien la hiciera responsable por sus actos. Tras este rodeo, Grace da la orden de ejecutar a todos los habitantes del pueblo.
Esta drástica sentencia plantea una paradoja irresoluble. Por un lado, el argumento del padre se nos presenta como suficientemente convincente. Grace, al ponerse a la altura de los pueblerinos, se desprende de la arrogancia que le atribuye el padre e imparte justicia. No obstante, si tomamos distancia, nos damos cuenta de que Grace es una outsider que se inserta en una comunidad ajena sin haber sido convocada. Un sistema social saturado de anomalías, por cierto, pero en todo caso éstas son anteriores a su llegada y no hubo nadie que hubiera contratado sus servicios de idoneidad judicial para extirparlas. Por otra parte, habría que revisar si la ley de venganza que Grace invoca se adecua en este caso a los criterios de justicia o si, avasallando a ésta, convierte a la víctima en victimario.
Esta segunda interpretación es la que nos interesa para trazar una analogía con la política exterior de Estados Unidos. No hay que olvidar que la ofensiva ocupacionista en Afganistán se desencadenó inmediatamente después del atentado a las Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001. Evidentemente, se trató de una venganza “legitimada” por la sed de desquite de un pueblo norteamericano golpeado y por demás soliviantado a través de la interpelación al patriotismo que ejercieron los medios masivos de comunicación. Por otra parte, la ofensiva se emprendió invocando el discurso efectista que sacraliza los valores de libertad y democracia, a efectos de obtener cierta cuota de legitimidad para interferir en asuntos externos.
En “Manderlay”, la segunda parte de la trilogía que se completará con “Washington”, la metáfora del imperialismo resulta más elocuente. Tras abandonar Dogville, Grace y la banda de maleantes de su padre se dirigen hacia el sur del país en busca de nuevos pagos donde imponer la ley de la mafia. En el camino, se topan con una pequeña plantación en el sur del Estado de Alabama que resulta ser un resabio del régimen de esclavitud abolido sesenta años atrás. Indignada, Grace decide quedarse para desarticular el sistema e imponer una nueva forma de organización. Un grupo de gangsters y un abogado la acompañan en la empresa.
Al instalarse en Manderlay, Grace desobedece la súplica del padre, quien le recuerda la anécdota del canario que al ser liberado de su jaula por descuido, murió, por haber sido criado en cautividad. Pero ella sostiene que la esclavitud, es decir los esclavos, son una creación de los blancos, y que por ende tienen que asumir la responsabilidad de integrarlos a la sociedad.
Pese a los sinceros esfuerzos de Grace, los ex esclavos no se adaptan a las nuevas condiciones de libertad, no pueden cristalizar el deber-ser que se espera de ellos. Cuando eran esclavos, si bien su vida no destilaba brillo alguno, al menos estaba resuelta bajo el amparo de la tradición. De hecho, antes de la llegada de su redentora, podían vulnerar fácilmente el cerco que los encadenaba, pero preferían no correr el riesgo porque sentían que aún no estaban preparados para insertarse a la sociedad capitalista.
Se trata, ni más ni menos, de una renovada modalidad de esclavitud, dado que el nuevo régimen rector de la vida social no fue sometido a voluntad popular. Se dirá: “les estamos dando democracia y no nos agradecen”, pero este concepto no puede ser reductible meramente a un modelo jurídico de organización ya que anida, también, el principio de representatividad. Ese orden jurídico, si acaso es mejor (lo cual no vamos a discutir en este ensayo), debe ser alcanzado por la sociedad en que ha de ser instaurado, más de nada sirve que sea implantado arbitrariamente por fuerzas exógenas, ya que tal acción sólo puede deparar crisis.
Podemos advertir cómo la misma lógica interviene en la política imperialista de Estados Unidos. Los ataques “preventivos” y ocupaciones directas en Irak (y también en Líbano y Palestina a través de su filial en Medio Oriente) son emprendidos en el nombre de la democracia y la libertad, valores que identifican como el género más elevado de la humanidad, el tótem de la civilización. Más allá de los fines económicos que encubre la empresa imperialista del neoconservadurismo y los de “la cruzada contra el terrorismo”, la misión democratizadora –que se imbrica con aquellos- ha demostrado ser un fracaso. La situación en Medio Oriente e Irak se ha desbocado. Los enfrentamientos entre sectas religiosas se han intensificado, la cantidad de bajas militares estadounidenses ha aumentado. Ni hablar del exterminio de civiles inocentes. Como decíamos, en nombre de la democracia y la libertad. En este caso, eufemismos de guerra y muerte.
En Latinoamérica la actitud misionera e intervencionista de Estados Unidos se repite. El Corolario Roosvelt (interpretación del presidente Theodor Roosvelt de la Doctrina Monroe), que data de 1904, planteaba que Estados Unidos se reservaba el derecho moral a inmiscuirse en la política y economía de los países latinoamericanos, puesto que éstos conformaban su “área de influencia”. La Doctrina de Seguridad Nacional, ideada por el gobierno de Estados Unidos como producto de la Guerra Fría, fue el andamiaje ideológico que sustentó la ejecución de operaciones antisubversivas a lo largo y ancho de Latinoamérica (incluyendo golpes de Estado). También en la estela de doctrinas de seguridad, se prepararon ocupaciones directas en países de Centroamérica durante gran parte del siglo XX. La Escuela de las Américas, ubicada en Panamá, fue un centro de entrenamiento organizado por la CIA (y con una participación significativa de oficiales argentinos) que adiestraba a las fuerzas contrarrevolucionarias acerca de los métodos de extorsión, espionaje y tortura necesarios para “salvar al continente del la amenaza comunista”.
Es significativo el hecho de que actitudes de arrogancia se repiten en todas las sociedades, en mayor o menor medida. Como enunciamos en el primer párrafo, la soberbia no es un atributo natural al hombre sino más bien una regla (la cual, ateniéndonos al sistema de categorías del antropólogo Claude Levi-Strauss, corresponde a la dimensión cultural). La peligrosidad de estas experiencias de sublimación de la propios valores y de prejuicio respecto al distinto se potencia en las estructuras sociales que detentan el poder, en la medida en que éstas tienen mayores recursos para traducir la arrogancia moral a procesos activos de depredación de la alteridad identitaria.

[1] Samuel Huntington, “La nueva era en la política mundial” en El Choque de Civilizaciones, Cap.1, pag. 20.

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