sábado, 9 de diciembre de 2006

Los pecados que ya no son

por Diana Martínez Herrera
(com. 50)

Todos han oído hablar de los pecados capitales, pero lo que no muchos saben es que estos conceptos fueron mencionados por primera vez por Santo Tomás de Aquino (1225-1274) en su obra “Suma Teológica”. Los llamó así no por la magnitud del pecado o porque merecieran la pena capital, sino porque de ellos se desprendían otros pecados. Según Savater, “por eso el gran planteamiento de los pecados pasa por la mesura y la desmesura que lleva a lo monstruoso”[1]. Los pecados capitales son siete: la soberbia, la avaricia, la lujuria, la ira, la gula, la envidia y la pereza.
Cuando comencé a reflexionar acerca de los pecados capitales, lo primero que vino a mi mente es que éstos ya no condicen realmente con el sistema capitalista actual; los pecados no se consideran como tales hoy en día, sino que se los utiliza más bien como adjetivos calificativos, una forma de ser o una actitud. Aunque los extremos no son bien vistos, ya nadie es condenado o estigmatizado por desear lo que otra persona tiene o comer golosamente un chocolate. De hecho, la mayoría de los avisos y publicidades están dirigidos a estas actitudes y se basan directamente en el consumo, dado que a las empresas les conviene que los hombres no satisfagan nunca sus deseos o generar nuevas “necesidades” innecesarias.
En primer lugar, me planteé ¿cómo se puede afirmar que la avaricia es un pecado capital cuando los grandes empresarios, para invertir y obtener beneficios, tienen que acumular riqueza previamente? Pero volviendo a la lógica de consumo, me di cuenta de que consumir en forma desmesurada de alguna manera sí condice con esta idea de no ser avaro, ya que ésta impone el siguiente axioma: “no ahorres, gastá todo el dinero que tengas en cosas que en realidad no necesitás”. Se trata así de que la gente desee incluso lo que ya tiene.
Estas reflexiones me llevaron a pensar que la contradicción que reflejan estos conceptos surge de su anacronismo, del hecho de que ya no son actuales. La gente ya no los juzga como algo merecedor de un castigo, aunque ser avaro o perezoso no sean cualidades muy positivas; vale decir, una persona que es egoísta es libre de ser así, nadie tiene derecho a condenarla por eso.
Si bien los pecados se concibieron con la idea de disciplinar, luego fueron reemplazados por las normas legales, que eran más funcionales a tal fin. Con los cambios que se han producido en la moral, los pecados han perdido actualidad. Tal es así, que no sólo el Vaticano está hablando de cambiar los pecados capitales por otros, sino también los mismos ciudadanos, como en el caso de Londres en donde la controversia llegó a ser el tema de encuesta realizada por la BBC. Sus resultados establecen que, para los británicos, hoy en día sólo la codicia sobrevive como pecado. “De manera que la soberbia, la envidia, la ira, la gula, la pereza y la lujuria, considerados por la tradición cristiana como pecados mortales que acarreaban una condena eterna, se han visto desalojados de la escala de valores de estos ciudadanos, para dejar sitio a nuevas perversiones morales como la crueldad, considerada la falta más grave por un 39% de las personas consultadas. El adulterio (11%), el fanatismo (8%), la deshonestidad (7%), la hipocresía (6%) y el egoísmo (5%) completan la lista”[2].
Voy a dar algunos ejemplos que ilustran de manera paradigmática la desactualización de estos conceptos. Tomemos primero la gula: en los Estados Unidos se hacen campeonatos televisados en donde el ganador es el que come más panchos en determinada cantidad de tiempo mientras la gente que presencia el espectáculo, en vez de sentir horror, siente admiración porque el ganador será luego quien encabezará el récord histórico del libro Guiness. Aunque en esta situación, por tratarse de una competencia, la gula esté llevada al extremo, ejemplifica bien el hecho de que “comer o beber muy en exceso de lo que el cuerpo necesita” no está mal visto, más bien llama la atención que una persona, aún sabiendo que no es saludable, coma en exceso. Sigamos con la avaricia; qué mejor ejemplo de promoción de la avaricia que las publicaciones como Fortune 500, que dedica en todos sus números un artículo de fondo a las primeras quinientas fortunas del mundo. También las revistas sobre personas famosas se dedican a enumerar los beneficios y las ventajas de pertenecer al mundo de los multimillonarios. Creo que no hay duda acerca de que para acumular una fortuna multimillonaria en algún momento habrá hecho falta sentir una “inclinación o deseo desordenado de placeres o de posesiones” que era precisamente lo que se condenaba y lo que hoy día, en cambio, todos desean: tener mucha plata y trabajar poco.
Para referirme a la soberbia voy a seguir tomando ejemplos de la televisión. En la mayoría de los países el candidato que gana las elecciones es el que se mostró más soberbio en el debate televisivo previo al acto electoral, por esto mismo es que inspiran en el público mayor confianza y credibilidad para votarlo; ¿no es entonces, en este caso, la soberbia sinónimo de seguridad?
También ha perdido vigencia como pecado la lujuria, ya que lo que antes era considerado lujurioso, ahora es visto como algo natural, un ingrediente casi necesario y esperado de todos los programas televisivos de entretenimiento. Se ha vuelto cotidiano ver mujeres semidesnudas en la televisión y aunque quizás tenga un contenido machista no se lo considera lujurioso, el público no lo repudia porque llama su atención.
Los desnudos en los distintos medios de comunicación son una constante y sus consumidores, evidentemente un buen mercado para el que produce este tipo de materiales.
La ira, aunque tampoco está bien vista por ser una reacción extrema causada por el desagrado, encuentra un ejemplo reciente de no condena a su materialización en el espectáculo de bombardeos en el Líbano, que se pudieron ver en los canales de televisión del mundo entero y que de este modo legitima el uso de la violencia como medio para alcanzar fines.
Para hablar de la envidia, es necesario remitirse al mismo sistema que la provoca mediante la concentración de la riqueza y el materialismo exacerbado, al proveerle muchas cosas a algunos y muy pocas a otros. Tampoco es cosa bien vista la envidia, pero teniendo en cuenta que el sistema genera la constante sensación de que nos falta tener algo, es común sentir envidia de vez en cuando por lo que el otro tiene.
El concepto de pereza, por último, es el único que quizás no ha perdido vigencia, ya que sigue siendo funcional al sistema que impone la racionalidad. Lo que se percibe es una disminución de la gravedad que antes tenía esta falta. Si alguien no quiere hacer nada de su vida, ya nadie puede obligarlo. Pero el sistema, por lo pronto, enseña a la gente a no perder el tiempo, a aprovecharlo en cosas útiles. Tanto es así, que la gente se acostumbra a un ritmo insalubre. El lema principal es: el tiempo vale oro, no pierdas el tiempo para descansar cuando podés estar trabajando y de esta manera ganando plata.
Para concluir, me interesa recalcar que la idea de pecado se ha utilizado a lo largo de la historia para disciplinar y como forma de imponer ciertas creencias y actitudes que resultan funcionales al poder de turno. Sin embargo como las clases dominantes cambian a medida que avanza el tiempo, también así lo hace la ideología que las acompaña. Así como la ideología es uno de los instrumentos más eficaces para perpetuar el poder en la actualidad, en su momento lo fueron los siete pecados capitales.


[1] Savater, Fernando, Los siete pecados capitales, Ed. Sudamericana, 2005.
[2] http://www.clarin.com/diario/2006/03/28/sociedad/s-02815.htm

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